En medio de un rincón frío y olvidado, yacía una perra flaca cuyo cuerpo cansado aún guardaba vida en forma de una camada de cachorros que nunca llegaron a ver la luz del día. Sus costillas marcaban la huella del hambre, su piel mostraba las cicatrices del abandono y sus patas temblaban sin fuerzas para sostenerla.
Cada respiración era un suspiro débil, como si la vida se le escapara poco a poco, pero dentro de ella latía aún la esperanza de que sus pequeños pudieran sobrevivir. Con los ojos cerrados, parecía rezar en silencio, implorando al destino una segunda oportunidad, un rayo de compasión que le permitiera proteger a las criaturas que llevaba en su vientre.
La soledad era su único refugio, el suelo duro su última cama. Nadie escuchaba sus gemidos apagados, nadie veía el dolor que le consumía. Sin embargo, su instinto de madre permanecía intacto: hasta en la agonía, lo único que deseaba era salvar a sus cachorros no nacidos, aunque ella misma ya no tuviera fuerzas para seguir.
Su historia es un grito que duele, un recordatorio de cuánto pueden sufrir los seres inocentes cuando son abandonados. En medio de tanta tristeza, sólo queda una súplica: que exista un corazón bondadoso capaz de ofrecerle el milagro que tanto rogaba, y que su sacrificio no quede en el olvido.