Abandonado en el barro, dejado a su suerte, al perro no le quedaban fuerzas, solo respiraciones débiles… Cada gemido era un grito ahogado de dolor, pero ya casi ni tenía voz para pedir ayuda. Su cuerpo temblaba, empapado y cubierto de lodo, con la mirada perdida entre el miedo y la resignación.
En algún momento de su vida soñó con correr libre, con mover la cola de felicidad, con recibir una caricia sincera. Pero lo que recibió fue todo lo contrario: indiferencia, abandono, soledad. Allí, tirado entre charcos fríos y sucios, parecía que su historia iba a terminar sin que nadie recordara que alguna vez existió.
Sus ojos aún brillaban con una chispa diminuta de esperanza, como si en el fondo creyera que quizá, solo quizá, alguien se detendría a mirarlo, a tenderle la mano, a recordarle que la bondad todavía existe en el mundo. El tiempo se volvía eterno, y cada segundo era una batalla entre la vida y la muerte.
Pero incluso en su fragilidad absoluta, el perro seguía esperando en silencio. No buscaba lujos ni milagros, solo quería lo más simple y puro: un poco de amor, un poco de calor humano, un corazón que no lo dejara morir olvidado en la nada.
Porque detrás de cada animal abandonado hay un alma que siente, que sufre, que ama… y que todavía sueña con una segunda oportunidad.